sábado, 14 de marzo de 2015

Día tonto...

Lo que hoy publico no es mio, es algo que salió de la pluma de un buen amigo escritor, piloto, "pirata caribeño" y futuro navegante, Jorge Real, al que tengo muchas ganas de poder abrazar de nuevo, algo que espero, pueda suceder pronto...

... y aunque no literalmente, si que hoy, cuando se acerca otro "Día del Padre", por miles de circunstancias, me identifico plenamente con sus sentimientos, vamos que tengo el día tonto.

¡Va por ti, amigo!.

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Querida hija:

Andaba descalzo por la cubierta de los sueños, cuando llegaste a nuestras vidas como una estrella radiante, para iluminar nuestros senderos con tu alegría. A los pocos años acostumbraba a leerte cuentos antes de dormir. Te acurrucabas en nuestra cama entre tu madre y yo, y juntos leíamos tus cuentos preferidos. Uno de ellos, el que más te gustaba era Jim Botón y la Princesa de Michael Ende. El primer capítulo se titulaba La princesa Li y siempre decías: ¡Esa soy yo, esa soy yo!, aunque tu personaje favorito llegó a ser el extraño Sr. Manga. Yo, cada noche, algunas veces rendido por el trabajo del día, continuaba con la mayor calma la lectura:

¿Es esta la isla de Lummerland – quiso saber la voz.
Este es nuevo Lummerland – aclaró el señor Manga ―¿Quién es usted?
Soy el cartero. He perdido el rumbo bajo la lluvia y mi barco ha encallado.
¿No tiene importancia, pero baje usted el correo, señor cartero!
Me gustaría, pero tengo un saco lleno de cartas.

Y entonces tú me lanzabas una mirada y, con una sonrisa, me preguntabas

Señor cartero ¿tiene usted una carta para mí? – y yo te contestaba siempre que sí, que siempre había una carta para ti…

Quería quedar en tu memoria como el padre que cumplía todos tus deseos. Me esforzaba en abrazarte, en mirarte a los ojos siempre que me hablabas, en llevarte en brazos hasta que ya no pude cargar contigo, en besarte las sienes sin cansarme; darte el mismo amor y el contacto físico que yo recibí.
Por las noches te escapabas de tu cama, en pijama y venías de puntillas a mi lado mientras trabajaba en mi despacho. Te acercabas por detrás, ponías tu barbilla sobre mi hombro y me preguntabas con picardía:

¿Tiene usted una carta para mí, señor cartero?”, y yo te contestaba: “Sí, princesa, tengo una carta de amor para usted”, al tiempo que garabateaba sobre un trozo de papel un Te quiero mucho, y te lo entregaba.

Recuerdo que por aquel entonces fue la caída de tu primer diente. El resto de ese día lo pasaste yendo y viniendo al espejo, poniéndote colorada y decías que no irías a la escuela hasta que no te saliera el diente nuevo. En la noche no podías dormir. Tus ojos muy abiertos miraban a los míos. Querías que te asegurase que un nuevo diente crecería esa noche mientras dormías.

Al día siguiente, muy temprano, fui a comprarte un pequeño piano que habíamos visto y que te hacían ilusión. Recuerdo que después de que te lo dimos, recuperaste la alegría y tu risa volvió a ser chispeante y con una gracia particular por la mella del diente.

Quise ir guardando en tu memoria buenos recuerdos y fui acumulando entrañables experiencias con la ilusión con que se atesora un hermoso ajuar. Quise formarte para que fueras buena y feliz, sin perder la libertad. Que estuvieras preparada para la larga vida que nunca disfrutaste. ¡Cuánto te echo de menos!

Inconscientemente creí que podía planear el futuro, pero fue al contrario, el futuro se acercó a traición disfrazado de amor, cambiando nuestros planes. Me hice ideas falsas sobre la vida. Sin saberlo entonces, estaba creando esos recuerdos, no para ti, sino para mí, porque ya no estás y son esos recuerdos los que ahora llenan mi corazón deshabitado.

Los años de tu infancia transcurrieron fugaces. Te convertiste en una linda señorita. Día y noche junto a tu madre, te cuidamos. Quería que cuando yo marchara, cuando quedara dormido para siempre, me recordaras como un padre bueno, el más entregado, el mejor.

Tocabas el piano para mí y te esforzabas en encontrar melodías de mi agrado para, con una sonrisa de orgullo por haber logrado ejecutarlas, buscar la mía.

He ido al Centro Comercial y visitado la tienda de pianos, para cambiar el pedido del piano nuevo. El gerente me preguntó el motivo, y mi respuesta fue que ya no volverías a tocar el piano nunca más. ¿Qué iba a decirle? Un cliente me escuchó y me miró con descaro.

Quiero que sepas que una de las tortugas que creíamos macho, ha puesto cuatro huevos cerca de dónde plantaste los huesos de dátiles. La tarde anterior tu madre la notó inquieta, no cesaba de moverse, luego se pasó toda la tarde excavando en un hueco con las patas traseras. Cuando los cuatro huevos salieron, descansó un poco antes de comenzar a taparlos con la misma tierra que había sacado.
¿Sabes? He cambiado las pilas del piano, con el que tantas melodías me regalaste, y le lanzo miradas de ternura por si tú también, al mirarlo, las encuentras.

¡Herida en el pecho!― gritó alguien mientras te llevaban al quirófano. Cuando te llevaban, te susurraban: ¡Corre, hija mía, corre, no dejes que la muerte te alcance!
¡Huye, toma mi mano, ásete a ella, cerraré los puños y no dejaré que te lleve! Estoy contigo. Estamos juntos.

Mentira, todo mentira…empapado de dolor, no pude más que intentar detenerte con mis besos, durante los minutos que se abrían aquellas puertas y llorar mi impotencia, mientras la muerte, con su entrada triunfal fue bebiéndose tu aliento frente al rencor de mis ojos, ante su presencia.

Ahora tendido en el recuerdo paso horas aceptando lentamente tu ausencia en mi interior, Hoy lanzo tu nombre como llamada al aire vacío que me envuelve y no oigo respuesta porque el eco lo rompe.

Al entrar en la capilla, sé que nos miraron. Te colocaron junto a ellos delante del altar, como testimonio de sangre y dolor. Quise ocupar tu lugar, pero no pude. Tu madre se había apagado como una flor marchita. Caricias sobre mis hombros. Caricias que yo no quería porque la sentía arañarme.

A mis pies sólo veo la brecha de mi fracaso. Mi rostro, prematuramente muerto sólo mira ya hacia mí mismo. Llevo la culpa grabada en mi mente y en mi corazón. En mi afán de demostrarte mi amor, de enseñarte lo precioso de ese sentimiento, olvidé alertarte prevenirte sobre otras clases de amor. Debí hacerlo el día que me contaste como anécdota que tu novio, aquel joven de aspecto inocente, de quien te enamoraste perdidamente, había discutido con uno de tus compañeros de clase sólo por saludarte, y que se había enfadado con otro sólo por sonreírle.

Como padre fracasé al no advertirte entonces, que prestaras atención a esas señales, y que si notabas que se repetían, huyeras de ese amor. ¡Huye de los celos que se esconden detrás de una cortina de amor!― debí decirte. ¡Huye de los celos que enamoran la inteligencia con interrogantes, sospechas y miedos que mortifican tu dignidad con indagaciones, lamentos e insidias que te harán sentir despojada y ridícula! ¡Huye de quien, en nombre del amor se cree con el derecho de convertirse en policía, inquisidor y carcelero! ¡No temas! Debí aconsejarte… no temas ceder a la indignación que te impulsa a cerrar la puerta tras de ti, después de dejar las llaves encima de la mesa. Todo eso debí decirte. Para todo eso y más, debí prepararte…

Esta noche se ha arrugado el papel de mi corazón. Leo incansablemente tu cuento preferido e intento llenar sin conseguirlo, ese hueco hondo y vacío, memorizando tu imagen junto a mí, con tu cabeza sobre mi hombro, preguntándome si hay una carta para ti… yo, como siempre, te contesto con lágrimas que sí. Que siempre habrá una carta de amor para ti, por si estás allí, con tu mejilla junto a la mía y puedes leerla…

Jorge Real Sierra



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